Hay un cierto horror y una cierta fascinación comunes a algunos objetos que los fundan precisamente como una clase homogénea cuya unidad e identidad es afirmada por la Poética. Este orden profundo de la metáfora es el que justifica poéticamente recurrir a una cierta categoría de lo monstruoso (al menos es, según la ley de connotación, lo que percibimos delante de ciertas láminas): monstruos anatómicos, como es el caso de la enigmática matriz o el del busto con los brazos cortados, el pecho abierto y el rostro convulso (destinado a mostrarnos las arterias del tórax); monstruos surrealistas (esas estatuas ecuestres tapizadas de cera y lazos), objetos inmensos e incomprensibles (a mitad de camino entre la media y la percha ubicada en una tienda, y que no son ni una cosa ni la otra), monstruos más sutiles (recipientes de veneno de cristales negros y agudos), todas estas transgresiones de la naturaleza hacen comprender que lo poético (pues lo monstruoso no podría ser sino poético) está siempre fundado en un desplazamiento del nivel de percepción: una de las grandes riquezas de la Enciclopedia es la de variar (en el sentido musical del término) el nivel en el que un mismo objeto puede ser percibido, liberando de esta manera los secretos mismos de la forma: una pulga vista en el microscopio se convierte en un horrible monstruo con un caparazón de placas de bronce, provisto de aceradas espinas, con una cabeza de pájaro malvado y alcanzando la sublime extrañeza de los dragones mitológicos; en otro registro, el cristal de nieve aumentado, se vuelve una complicada y armoniosa flor. ¿No es la poesía un cierto poder de desproporción como lo había visto baudelaire describiendo los efectos de reducción y de precisión del hachisch?
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domingo, 14 de enero de 2007
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