domingo, 14 de enero de 2007

032

 
Hay un cierto horror y una cierta fascinación
comunes a algunos objetos que los fundan
precisamente como una clase homogénea cuya
unidad e identidad es afirmada por la Poética. Este
orden profundo de la metáfora es el que justifica
—poéticamente— recurrir a una cierta categoría de lo
monstruoso (al menos es, según la ley de
connotación, lo que percibimos delante de ciertas
láminas): monstruos anatómicos, como es el caso de
la enigmática matriz o el del busto con los brazos
cortados, el pecho abierto y el rostro convulso
(destinado a mostrarnos las arterias del tórax);
monstruos surrealistas (esas estatuas ecuestres
tapizadas de cera y lazos), objetos inmensos e
incomprensibles (a mitad de camino entre la media y
la percha ubicada en una tienda, y que no son ni una
cosa ni la otra), monstruos más sutiles (recipientes de
veneno de cristales negros y agudos), todas estas
transgresiones de la naturaleza hacen comprender que
lo poético (pues lo monstruoso no podría ser sino
poético) está siempre fundado en un desplazamiento
del nivel de percepción: una de las grandes riquezas
de la Enciclopedia es la de variar (en el sentido
musical del término) el nivel en el que un mismo
objeto puede ser percibido, liberando de esta manera
los secretos mismos de la forma: una pulga vista en el
microscopio se convierte en un horrible monstruo
con un caparazón de placas de bronce, provisto de
aceradas espinas, con una cabeza de pájaro malvado y
alcanzando la sublime extrañeza de los dragones
mitológicos; en otro registro, el cristal de nieve
aumentado, se vuelve una complicada y armoniosa
flor. ¿No es la poesía un cierto poder de
desproporción como lo había visto baudelaire
describiendo los efectos de reducción y de precisión
del hachisch?

 

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