sábado, 19 de mayo de 2007

330

 
El mundo está lleno de vecinos indiscretos, con los que debo compartir al otro.

 

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329

 
Nada más desgarrador que una voz amada y fatigada: voz extenuada, rarificada, exangüe, podría decirse, voz del fin del mundo, que va a sumergirse muy lejos en aguas frías: está a punto de desaparecer, como el ser fatigado está a punto de morir: la fatiga es el infinito mismo: lo que no termina de acabar.

 

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328

 
Llamo, pero lo que viene no es más que una sombra.

 

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327

 
En la transferencia, se espera siempre —en lo del médico, el profesor, el analista. Más aún: si espero frente a la ventanilla de un banco, en la partida de un avión, establezco enseguida un vínculo agresivo con el empleado, con la azafata, cuya indiferencia descubre e irrita mi sujeción; de modo que se puede decir que, en dondequiera que haya espera, hay transferencia: dependo de una presencia que se divide y pone tiempo a su darse; como si se tratase de hacer caer mi deseo, de agotar mi necesidad. Hacer esperar: prerrogativa constante de todo poder, “pasatiempo milenario de la humanidad.”

 

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326

 
Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.

 

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325

 
El lenguaje de lo Imaginario no sería otra cosa que la utopía del lenguaje; lenguaje completamente original, paradisiaco, lenguaje de Adán, lenguaje “natural”, exento de deformación o de ilusión, espejo límpido de nuestros sentidos, lenguaje sensual.

 

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324

 
Escritor, o pensándome tal, continúo engañándome sobre los efectos del lenguaje: no sé que la palabra “sufrimiento” no expresa ningún sufrimiento y que, por consiguiente, emplearla, no solamente es no comunicar nada, sino que incluso, muy rápidamente, es provocar irritación (sin hablar del ridículo).

 

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domingo, 6 de mayo de 2007

323

 
Escribir sobre algo es volverlo caduco.

 

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322

 
No puedo escribirme. ¿Cuál es ese yo que se escribiría? A medida que ese yo entrara en la escritura, ésta lo desinflaría; lo volvería vano.

 

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321

 
Por una parte es no decir nada y por la otra es decir demasiado: imposible el ajuste. Mis deseos de expresión oscilan entre el jaiku muy apagado, capaz de resumir una situación desmedida, y un gran torrente de trivialidades. Soy a la vez demasiado grande y demasiado débil para la escritura: estoy a su vera, porque es siempre concisa, violenta, indiferente al yo infantil que la solicita. Cierto que el amor tiene parte ligada con mi lenguaje (que lo alimenta), pero no puede alojarse en mi escritura.

 

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320

 
¿Qué es un héroe? Aquél que tiene la última réplica. ¿Se ha visto alguna vez un héroe que no hable antes de morir? Renunciar a la última réplica (rechazar la escena) revela pues una moral antiheroica: es la de Abraham: hasta el final del sacrificio que se le ordena, no habla. O más aún, respuesta más subversiva, por menos cubierta (el silencio es siempre un hermoso paño), se reemplaza la última réplica por una pirueta incongruente: es lo que hizo ese maestro zen que, por toda respuesta a la solenme pregunta: “¿Quién es Buda?”, se quitó las sandalias, las puso sobre su cabeza y se fue: disolución impecable de la última réplica, dominio del no-dominio.

 

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319

 
La escena se desarrolla con vistas a ese triunfo; no se trata de ningún modo de que cada réplica concurra a la victoria de una verdad y construya poco a poco esta verdad, sino solamente que la última réplica sea la buena: es el último golpe de dados lo que cuenta. La escena no se parece en nada a un juego de ajedrez sino más bien a un juego de sortija: no obstante, el juego es aquí revertido, puesto que la victoria corresponde a aquel que logra tener el anillo en su mano en el momento mismo en que el juego se detiene; la sortija corre a todo lo largo de la escena, la victoria pertenece al que capture a ese pequeño animal, cuya posesión asegurará la omnipotencia: la última réplica.

 

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317

 
Insignificante, la escena lucha sin embargo con la insignificancia. Todo participante de una escena sueña con tener la última palabra. Hablar el último, “concluir”, es dar un destino a todo lo que se ha dicho, es dominar, poseer, dispensar, asestar el sentido; en el espacio de la palabra, lo que viene último ocupa un lugar soberano, guardado, de acuerdo con un privilegio regulado, por los profesores, los presidentes, los jueces, los confesores: todo combate del lenguaje (maché de los antiguos Sofistas, disputatio en los Escolásticos) se dirige a la posesión de ese lugar; mediante la última palabra voy a desorganizar, a “liquidar” al adversario, voy a infligirle una herida (narcísica) mortal, voy a reducirlo a silencio, voy a castrarlo de toda palabra.

 

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316

 
Ninguna escena tiene un sentido, ninguna progresa hacia un esclarecimiento o una transformación. La escena no es práctica ni dialéctica; es lujosa, ociosa: tan inconsecuente como un orgasmo perverso: no marca, no mancha.

 

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sábado, 5 de mayo de 2007

315

 
Como el amor, la escena es siempre recíproca. La escena es pues interminable, como el lenguaje: es el lenguaje mismo capturado en su infinito, es esa “adoración perpetua” que hace que, desde que el hombre existe, no cese de hablar.

 

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314

 
Con la primera escena, el lenguaje comienza su larga carrera de cosa agitada e inútil.

 

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313

 
Cuando dos sujetos disputan de acuerdo con un intercambio regulado de réplicas y con vistas a tener la “última palabra”, estos dos sujetos están ya casados: la escena es para ellos el ejercicio de un derecho, la práctica de un lenguaje del que son copropietarios; cada uno a su turno dice la escena, lo que quiere decir: jamás tú sin mí, y recíprocamente. Tal es el sentido de lo que se llama eufemísticamente el diálogo: no escucharse el uno al otro sino servirse en común de un principio igualitario de repartición de los bienes de la palabra. Los participantes saben que el enfrentamiento al que se entregan y que no los separará es tan inconsecuente como un goce perverso (la escena sería una manera de darse placer sin el riesgo de engendrar niños).

 

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312

 
La “mutabilidad perpetua” (in inconstantia constans) de la cual estoy animado, lejos de comprimir a todos los que encuentro bajo un mismo tipo funcional (no responder a mi demanda), disloca con violencia su falsa comunidad: el errabundeo no alinea, seduce: lo que vuelve es el matiz. Voy así, hasta el final del tapiz, de un matiz a otro (el matiz es el último estado del color que no puede ser nombrado: el matiz es lo Intratable).

 

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311

 
A lo largo de una vida, todos los “fracasos” amorosos se parecen (y con razón: todos proceden de la misma falla). X... e Y... no han sabido (podido, querido) responder a mi “demanda”, adherir a mi “verdad”; no han cambiado un ápice su sistema; para mí, uno no hizo sino repetir al otro. Y sin embargo, X... e Y... son incomparables; es de su diferencia, modelo de una diferencia infinitamente renovada, de donde extraigo la energía para recomenzar.

 

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310

 
Me veo comido de dientes afuera por la palabra de los otros, disuelto en el éter de las Habladurías. Y las habladurías continuarán sin que yo sepa ya, desde hace tiempo, el objeto: una energía lingual, fútil e incansable, podrá más que mi recuerdo mismo.

 

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309

 
A veces, en el instante de un relámpago, me despierto y revierto mi caída. A fuerza de esperar con angustia en la habitación de un gran hotel desconocido, en el extranjero, lejos de todo mi pequeño mundo habitual, de repente brota en mí una frase potente: “Pero ¿qué demonios hago allí?”

 

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