miércoles, 17 de enero de 2007

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Pero, entonces, ¿la literatura sirve para algo? ¿Para qué sirve decir gato amarillo en lugar de gato miserable? ¿o denominar a la vejez viajera de la noche? ¿o hablar de las empalizadas de naranjos de Valencia a propósito de Retz? ¿Para qué sirve la cabeza cortada de la duquesa de Montbazon? ¿Por qué transformar la humildad de Rancé (por otra parte dudosa) en un espectáculo de toda la ostentación del estilo (estilo de ser del personaje y estilo verbal del escritor)? Este conjunto de operaciones, esta técnica, sobre cuya incongruencia (social) es necesario preguntarse siempre, tal vez sirva para sufrir menos. No sabemos si Chateaubriand obtuvo algún placer, alguna tranquilidad por haber escrito la Vida de Rancé, pero al leer la obra y aunque Rancé mismo nos sea indiferente, comprendemos el poder de un lenguaje inútil. Por cierto, llamar a la vejez la viajera de la noche no cura de ninguna manera la desgracia de envejecer, pues de un lado está el tiempo de los males reales que sólo pueden tener una solución dialéctica (es decir innominada), y por el otro, cualquier metáfora que estalla, ilumina sin actuar. Y sin embargo ese resplandor de la palabra pone en nuestro mal de ser el estremecimiento de una distancia: la forma nueva es para el sufrimiento como un baño lustral: absorbido desde el origen en el lenguaje (¿hay otros sentimientos más que los nombrados?), es no obstante el lenguaje —pero un lenguaje otro— el que renueva lo patético.

 

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